Hace pocos días Gustavo recibió el premio nacional de cultura por su trayectoria como intelectual que ha producido escritos que, sin duda, han marcado no sólo la Iglesia latinoamericana, sino la Iglesia universal en los últimos 50 años.
Sinesio López, en un artículo en La República, destacaba sus conocimientos profundos no sólo de la teología, su especialidad, sino de la filosofía y la psicología, como también, añadiría yo por experiencia propia, su agudo sentido del momento político, tanto nacional como eclesial.
Me siento un amigo cercano, pero hay otros que han estado, sin duda, más cercanos que yo. Pero lo que quiero destacar aquí no es mi amistad, sino la capacidad de Gustavo de hacerse amigo de tanta gente, un amigo fiel. Esa cualidad es propia de una persona de veras buena.
El premio que ha recibido recientemente se basa ciertamente en su producción intelectual, pero se basa también en el hecho de que es un hombre bueno y fiel, fiel a sus amigos sí, pero sobre todo fiel a sus esfuerzos de aportar a una Iglesia de y para los pobres. En eso se asemeja al gran compañero dominico, Bartolomé de las Casas. Ambos han dedicado sus vidas a la pasión por los pobres, que tengan su lugar tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Una persona buena nace con ciertas dotes, cualidades naturales, que ayudan. Esas cualidades vienen también de sus años de crecimiento en familia, de los amigos de juventud, etc. Pero en Gustavo, cuando digo que es una persona buena, es muy necesario decir que su bondad es una bondad ganada a pulso. Durante 20 largos años tuvo que afrontar los ataques feroces de los enemigos de su teología dentro y fuera de la Iglesia.
Fue acusado de todo, que era infiel a la Iglesia, que tergiversaba el Evangelio, que era más político que teólogo, que era todo menos un fiel seguidor de Jesús. Los ataques continúan, pero tienen menos fuerza hoy porque Roma misma ha reconocido públicamente que su pensamiento, su teología, es plenamente fiel a la Iglesia.
Durante esos largos años de cuestionamiento de su teología, nunca escuché de él una palabra de amargura, de desprecio por sus adversarios. Su fidelidad a esta Iglesia siempre imperfecta tuvo sus costos de salud, ciertamente, pero también costos por la necesidad de estar permanentemente atento a los nuevos reproches de su pensamiento.
Lo que me impresiona es que su interés en esos años, como hoy, no se centraba en su persona, sino en lo que él y Las Casas soñaban: una Iglesia fiel a los pobres y, por eso, fiel al Evangelio de Jesús. Si hay algo que marca a una persona buena, es su desprendimiento de sí en medio de la batalla por lo que cree firmemente es la verdad. El interés de Gustavo nunca ha sido la vigencia de su teología, sino la vigencia en la Iglesia de la preferencia por los pobres.
Creo que la persona de Gustavo, su bondad como también su teología, nos han servido para acercarnos al Evangelio, a la vida y la práctica de Jesús. Nos ha servido a que la palabra evangélica diga algo, mucho, a nuestro presente. Y eso se debe no sólo a la genialidad de su pensamiento, sino también y sobre todo a la bondad de su persona.
Si estas palabras mías, por cierto balbuceadas, tienen la mala suerte de llegar a las manos de Gustavo, pido perdón. Sé que no son alabanzas que no necesita ni busca, sino más bien, la necesidad de los amigos de alabar y reconocer la bondad donde la encuentran.
Francisco Chamberlain, s.j., compartida por Jesuitas del Perú
(Publicado: http://www.op.org/es)