A algunas personas nos resulta más llevadero vivir este tiempo de confinamiento que a otras. Pensemos por un momento en las tantas familias de nuestros barrios periféricos de las grandes ciudades, esas que son destinatarias de nuestra misión y se encuentran hacinadas en sus hogares, sin empleo, sin cobertura social, sumidas en la extrema pobreza, sufriendo marginación, soledad y hasta hambre.
La vida consagrada, a nivel general, pareciera que no sufre de ninguno de estos problemas. Tenemos una institución que nos respalda, techo, comida diaria, estructura, una vida pautada por horarios; gozamos de recursos humanos, espirituales, económicos y, lo más hermoso, gozamos de una comunidad. Si algo nos vino a recordar este tiempo es justamente que no perdamos de vista el valor de la fraternidad. Dicen que los seres humanos valoramos las cosas y a las personas una vez que ya no las tenemos con nosotros. En este caso, afortunadamente, no es así. ¿Qué sería de nosotros sin la presencia cálida y acogedora de los hermanos y hermanas de comunidad? Es cierto que sobre nuestras espaldas contamos con bienes y seguridades de todo tipo, pero más aún, sabemos que no estamos solos. Además de una vida de fe, de la cercanía, la gracia y la amistad incondicional del Señor, quien se empeña en llamarnos, buscarnos y encontrarnos una y otra vez; disponemos también de la compañía reparadora y sanadora de la comunidad, de hombros donde reclinarnos en caso de que necesitemos llorar, de oídos donde acudir para sentirnos escuchados, de manos para aferrarnos en la necesidad y levantarnos después de cada caída. ¿Cómo no experimentarnos bendecidos, afortunados y dichosos por tener todo esto?
El sentimiento que resurge en muchos de nosotros estos días, es el de agradecimiento. «¿Cómo te pagaremos todo el bien que nos hiciste?» (cf. Sal 116,12). Cuando en nuestro corazón albergamos gratitud, no cabe en él lugar para la queja, el reproche, la exigencia, ni la demanda. Todo lo contrario. El salmista, después de este reconocimiento, continúa con una propuesta y una opción muy clara: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, e invocaré el nombre del Señor. Cumpliré mis votos al Señor, en presencia de todo su pueblo “(Sal 116, 17-18).
El papa Francisco, al final del reciente mensaje que nos ha regalado con motivo de la 57 Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, nos invitaba a: «ofrecer la propia vida como un cántico de alabanza a Dios, a los hermanos y al mundo entero». Con estas palabras y las del salmista, queremos renovar el compromiso de los votos públicos que una vez emitimos por amor al Señor, a los hermanos y a los más pobres y abandonados. El bien que experimentamos de parte del Señor, queremos seguir ofreciéndolo, gratuitamente, en esta época de pandemia, a tantos hermanos que se encuentran necesitados, porque viven con desánimo, desesperanza y sin posibilidades.
El P. Pedro Alurralde, de feliz memoria, fallecido el pasado 24 de abril de 2020, un monje benedictino que ha amado y trabajado incansablemente en favor de la vida consagrada, solía decir: «Somos una Iglesia pascual que peregrina en la fraternidad», y encontramos al Señor en el sacramento del hermano. «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos» (1 Jn 3,14).
Cuenta el Papa Gregorio el Grande (siglo VI) en su vida de san Benito, que un sacerdote fue a visitar al monje en la solitaria ermita donde vivía, y recordarle que ese día era Pascua. El hombre de Dios, mirándolo le dijo: «¡Verte a ti hermano, ha sido Pascua para mí!».
En esta pandemia celebramos la Pascua del Señor, no sólo porque lo establece el calendario litúrgico, sino porque nos podemos mirar a los ojos y reconocer hermanos; porque verdaderamente el Padre ha sido bueno con nosotros y le queremos decir: ¡gracias Señor, por el bien que nos hiciste!
Como vida consagrada, ambicionemos dejar rencillas inútiles, disputas sin sentido, búsquedas desenfrenadas de poder y el deseo de obtener siempre la razón; renunciemos a una mirada miope, «ombliguista», para abrirnos a la novedad del evangelio, a la realidad que espera de nosotros una fraternidad creíble, hermanos y hermanas cercanos, humildes y humanos.
¡Qué bueno que de cada consagrado y consagrada pueda decir: «gracias por el bien que nos hiciste»!
P. Juan Pablo Roldán, CSsR