San Alberto Magno
Grandezas y sufrimientos
de una vocación intelectual[1]
Yves M. Congar, O. P.
La gloria de Alberto Magno fue muy extendida, incluso mientras vivió. Se le citaba como una "autoridad" (por ejemplo en un manuscrito de Montpellier fechado en 1267) y este privilegio extraordinario excitaba la cólera y envidia de Roger Bacon, otra gloria del siglo XIII. El poeta Heri de Wurtzbourg, que escribió entre 1261 y 1265, se refiere a Alberto como a un genio filosófico universal.
Alberto fue, en efecto, un genio universal. De su obra, cuya última edición (París 1890-1899) cuenta treinta y ocho volúmenes in quarto, buena parte de ella, quizás una tercera parte, permanece todavía inédita: y esta obra no solamente presenta estudios u opúsculos de teología y filosofía, comentarios de la Biblia y de las obras principales de Aristóteles, sino tratados de gramática, de matemáticas, de lógica, de biología, de zoología, de botánica, de astronomía, de química, incluso de alquimia y casi de magia.
El renombre, que sólo se otorga a los que ya lo tienen, ha acompañado además a esa obra inmensa, y a los curiosos tratados de medicina o ciencias ocultas que nos han llegado bajo el patronazgo de Alberto, no fueron ni los menos célebres ni los menos apreciados.
Alberto, que, físicamente era de talla media pero de vigorosa constitución, tenía el gusto y el instinto de grande. En un mundo en plena efervescencia intelectual, donde las doctrinas se expandían con una rapidez de la que no podemos hacernos idea, se oponían unas a otras y encontraban fervorosos discípulos, Alberto comprendió muy pronto lo que la Providencia esperaba de él. Una vocación intelectual es algo extremadamente delicado y exige, generalmente, estímulos constantes. Ignoramos cuáles fueron los maestros y primeros guías de Alberto, pero, indudablemente con su inteligencia precoz y su inmensa curiosidad, debió forjar por sí mismo su propia experiencia; reconocido su camino y formulado su divisa.
Su divisa: poner al alcance de los latinos toda la ciencia de los griegos, de los judíos y de los árabes (Nostra intentio est omnes dictas partes facere Latinis intelligibiles). El pensamiento griego, y especialmente la filosofía de Aristóteles, eran imperfectamente conocidos en Occidente; en los primeros años del siglo XIII, fue cuando penetraron masivamente, generalmente a través de traducciones defectuosas y acompañadas de comentarios árabes que eran incompatibles, en numerosos puntos, con la vida cristiana. Se imponía un inmenso trabajo de discernimiento y adaptación: Alberto sería su pionero.
No economizó sacrificios para ello, y el mismo Roger Bacon le prodiga elogios a ese respecto. Incluso fue a Grecia a buscar buenas traducciones o buenos traductores de Aristóteles; consiguió los escritos de una multitud de autores, árabes sobre todo, a costa de enormes dificultades: la simple enumeración de sus fuentes llenaría numerosas páginas. Pero, sobre todo, rindió a la ciencia y a la filosofía el inapreciable servicio de ver nítidamente y reivindicar con fuerza, la originalidad y la autonomía de su objeto, de su método: "El decir de un filósofo, escribe, no vale tanto como sus razones"; "Cuando San Agustín y los filósofos no se ponen de acuerdo sobre cuestiones de fe o moral, es a San Agustín a quien debemos creer.
Pero si se trata de medicina, yo daría mi asentimiento a Galeno o a Hipócrates, y si se trata de ciencias naturales a Aristóteles". Semejantes reivindicaciones no se consiguieron sin lucha, incluso en el interior mismo de la Orden. Alberto tuvo que defender los derechos de la ciencia pura y los métodos racionales o experimentales contra los tradicionalistas de la época: "Son necios, dice, que blasfeman lo que ignoran". Y, en un movimiento elocuente, Alberto termina así su comentario sobre la Política:
"… Lo digo por algunos perezosos que, queriendo procurarse una excusa a su pereza, sólo buscan en los libros cosas para reprender. En el sopor de su pereza y para no sentirse solos en el no hacer nada, intentan encontrar una tarea en los elegidos. Ellos son quienes han matado a Sócrates, quienes han hecho huir a Platón y obligado, con sus maquinaciones, a retirarse al mismo Platón". Y Alberto termina pidiendo que se le deje trabajar en paz y, "en la dulzura de la vida común, buscar la verdad".
Pero, cosa curiosa, y casi dramática, esa alma ávida de conocimiento, ese caballero de la ciencia que sabe encontrar tan audaces respuestas, ese corazón de tan vastas ambiciones, tiene que soportar la tentación. Las tentaciones de los trabajadores del espíritu, no son tentaciones vulgares, y el príncipe de los espíritus gusta, sin duda, medir sus fuerzas con ellos. En ciertos aspectos, y, evitando semejanzas primarias, Alberto recuerda a un Doctor Faustus. Como él, tiene el gusto por una experiencia nueva más universal, el gusto por el infinito en el saber, traducido en una erudición sorprendente; posee y siente en su interior poderosos instintos contradictorios, y su espíritu persigue la unidad de esos mundos diversos.
En el laboratorio de su padre, Fausto aprende las recetas infinitas que operan la reunión de los contrarios:
Und, nach unendlichen Rezepten
Das Widrige zusammengoss
Fausto siente dos almas en su interior: una que le vincula al mundo, otra que le eleva a las regiones más nobles de sus antepasados: y él busca un espíritu superior que le eleve a esa vida más alta:
O! Gibt es Gaister in der Luft
Die zwischen Erd und Himmel herrschend weben
So steiget nieder aus dem goldenen Duft
Und fuhrt mich weg ze neuem, buntem Leben!
También Alberto tiene dos almas. Una, llena de grandes deseos, de ambiciones más vastas que el mundo: intuye la grandeza y quiere realizarla. Pero Alberto se siente débil, conoce sus limitaciones, su inestabilidad, el agotamiento de sus fuerzas espirituales en el inmenso trabajo que debe llevar a cabo. Desde el comienzo, le parece dura su vocación dominicana y teme no poder guardarla. Han llegado hasta nosotros numerosos y emotivos testimonios de ese temor, eco más o menos directo del mismo Alberto. Incluso antes de tomar el hábito, se ve a sí mismo, en sueños, entrando en la Orden y saliendo después. Más tarde, contaba -y es plausible creer que habla de sí mismo- lo que decía un novicio a quien conoció, con el corazón lleno de angustia, repitiendo las mismas palabras que la tradición atribuye al santo anciano Simeón: "¿Dios mío, creéis que yo os veré alguna vez, creéis que duraré en esta Orden?". Un sermón de Alberto, lleno de encanto y delicadeza, reanuda la misma cuestión angustiosa, dirigiéndola a la Virgen; y en las obras de Alberto puede admirarse esta humilde y simple plegaria:
Señor Jesucristo, escuchad la voz de nuestro dolor que os llama, en este desierto de nuestra penitencia: ¡Que no seamos seducidos por esas palabras que intentan tentarnos por la nobleza de nuestra raza, la superstición de la religión y la curiosidad de las ciencias![2].
He ahí una tentación del espíritu; el rescate de una vocación intelectual de primer orden; el medio en el cual Alberto llegó a santo.
¿De qué modo? Alberto creyó en la inteligencia y creyó en la ayuda de Dios.
Alberto creyó en la inteligencia. Creyó que la vida divina más elevada, ese mundo soberano al que aspiraba, sostenía una armonía profunda con el mundo de la ciencia y el dominio de nuestros pequeños razonamientos. Del mismo modo que Dios dio, con mayor fuerza que a otros, el amor por el sacerdocio y la jerarquía a los santos inspirados cuya misión era la de dar nueva vida al espíritu sobrenatural de los sacerdotes (San Francisco, Santa Catalina de Siena); de igual modo, dio Dios, con mayor fuerza que a otros, el sentimiento de la unidad del mundo, del único orden sobrenatural al que pertenecen los hechos de la naturaleza y los de la gracia, a ese sabio que debía reivindicar la autonomía de la ciencia pura. Alberto concibió, con una claridad única, la necesidad que la naturaleza tiene de la gracia para recibir toda su perfección. La gracia es siempre gratuita y asimismo el don indulgente de Dios; pero en profundidad la naturaleza espiritual es capaz de acceder a él y, como llave maestra resulta ser conservadora suprema del orden que ella perfecciona en sentido ascendente: ella conserva la naturaleza que, sin ella y por el pecado, cae por debajo de sí misma.[3]
Alberto cree inmediatamente en el socorro de Dios, cree precisamente que esta gracia, perfección de la criatura espiritual, era poder, y que con él podemos tener la mejor parte. Tales consideraciones se encuentran a menudo en su teología de la gracia; los dones del Espíritu Santo, según él, producen en nosotros cierta suavidad que descarta el desaliento y un poder de consuelo ("sapor al tollendum fastidium, vis reficiendi"); la presencia de Dios en nosotros se le aparece como una fuerza tranquila, comparable a la serenidad de un día de verano ("vita prima quieta"; "serena dies") y que, lentamente, nos prende, nos atrae a sí, nos lleva a la paz y la seguridad.
Estos rasgos nos parecen notables en la experiencia religiosa de Alberto. Ese espíritu sorprendente, llamado a una vocación intelectual y espiritual de primer orden, presto a llegar hasta el límite de sus posibilidades, tentado por la fatiga y la inquietud, confía en la inteligencia y la gracia de Jesús; cree a la vez en el espíritu y en el Espíritu: esto le salva. Para acceder a las regiones superiores de la experiencia y del conocimiento, recurre a los caminos auténticos, los senderos católicos.
Después de haber conocido algo de las tentaciones de Fausto (nos atreveríamos a decir, quizás, también de las tentaciones de Lutero), encuentra la solución evitando toda ruptura: sin desconocer el esfuerzo de la naturaleza, en el mundo de las realidades humanas, encuentra la gracia de Dios. Vive, sufre el problema de la unidad de la síntesis, que es el gran tormento del espíritu alemán, pero lo resuelve.
Lutero rompe la unidad de la naturaleza y de lo divino, la armonía, en la Iglesia, de su alma y de su cuerpo, de la gracia y de las obras, de la jerarquía y de la inspiración; Fausto no busca ni en Dios ni en el hombre, sino en el mundo de los espíritus, la ampliación de su experiencia. Alberto cree que la unidad existe y la vive a fin de descubrirla mejor a través de su razón. Alberto es un genio católico, un genio de la unidad.
Artículo proporcionado por Fray Carlos Cáceres, Promotor para la Vida Intelectual de CIDALC