(Por: Brian Pierce OP).- Al principio, antes de la creación del universo, el libro del Génesis nos cuenta que había una gran oscuridad y vacío – algo como un desierto grande y oscuro. En este oscuro vacío Dios exhaló el divino aliento del Espíritu, y poco a poco comenzaron a aparecer múltiples formas de vida.
“Haya luz”, dijo Dios, y los primeros rayos de luz traspasaron la tiniebla. Nació un nuevo día. La vida de Dios se desbordó en el mundo, dan-do a luz a la creación. Hoy, en la mañana de Pascua, nos encontramos otra vez al principio. Con la traición de Judas en la Última Cena, seguida por la violenta crucifixión de Jesús, una densa y espesa oscuridad ha caído sobre la tierra. Sí, el Hijo amado del Padre, que vino para traer un mensaje de amor y reconciliación, había entregado su último aliento desde la cruz y estaba muerto. La misma esperanza parecía morir – enterrada en la tumba con Jesús. Otra vez, la tiniebla cubría la tierra.
Sin embargo, de pronto, hay un movimiento en la oscuridad. Probablemente con una sencilla antorcha en sus manos, nada más, María Magdalena, Pedro y el Discípulo Amado corrían a través de la oscura noche hacia la tumba de su querido maestro, Jesús. Están confusos, tristes, derrotados. Pero incluso así, corren en la espesa tiniebla en busca de una palabra de esperanza. La oscuridad parece pesada y final – más mortal que la tiniebla anterior a la creación. En el libro del Génesis, la oscuridad era simplemente vacío. Ahora, todo huele a muerte y final.
¿Por qué, entonces, María Magdalena y los otros dos discípulos corren hacia la tumba? ¿No es una pérdida de tiempo? La tragedia ya ha ocurrido, el tsunami de la crucifixión ha enterrado ya toda nuestra esperanza. ¿Por qué ir a la tumba? ¿Por qué tenemos que seguir creyendo cuando la misma vida parece muerta, cuando la violencia y la guerra y la pobreza y la injusticia parecen inevitables?
María Magdalena, Pedro y Juan renuncian a dejar que su esperanza quede enterrada. Se enfrentan a la noche con una luz interior.
Esto es lo que llamamos fe. La fe es el coraje de correr en la noche, confiando en Dios, que dijo al principio: “Haya luz”. Si Dios sacó la luz de las tinieblas una vez, puede hacerlo de nuevo. La tiniebla no tiene la última palabra.
Es el gran místico Carmelita, Juan de la Cruz, el que nos lleva a este gozoso misterio:
En una noche oscura,
con ansia, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada…
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía…
¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche, amable más que el albo-rada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!
Los discípulos saben que Jesús ha muerto. Contemplaron cómo se desarrollaba el terrible drama a las afueras de Jerusalén. Oyeron el desesperado grito de Jesús al Padre. ¿Por qué creer?
La fe es una invitación a enfrentarse a la oscuridad, a creer que nada es imposible para Dios. ¿Pensamos de verdad que el mal tendrá la última palabra? ¡María Magdalena no lo creyó! San Juan de la Cruz, escribiendo desde una celda de la prisión sabía en lo profundo de su corazón que en el medio de la oscuridad, su Amado estaba presente, y que al final el Amor triunfará.
María y los dos discípulos corrieron en la oscuridad con coraje y esperanza. ¡No ven la luz, pero creen en ella! ¡No ven a Dios, pero creen!
El monje trapense Thomas Merton escribió una oración hace alrededor de 50 años – una oración nacida de su propia experiencia de oscuridad espiritual. Uno casi puede oír estas palabras saliendo de los labios de María Magdalena o Juan de la Cruz. Quizá nuestros propios labios han pronunciado – o intentado pronunciar – estas palabras en algún momento de nuestras vidas:
SEÑOR DIOS mío, no tengo idea de adónde voy. No veo el camino delante de mí. No puedo saber con certeza dónde terminará… El hecho de pensar que estoy siguiendo tu voluntad no significa que, en realidad, lo esté haciendo. Pero creo que el deseo de agradarte, de hecho, te agrada. Y espero tener ese deseo en todo lo que haga… Sé que si hago esto me llevarás por el camino correcto, aunque yo no me dé cuenta de ello. Por lo tanto, confiaré en ti aunque parezca estar perdido a la sombra de la muerte. No tendré temor porque estás siempre conmigo…
María Magdalena, y Pedro, y el Discípulo Amado no pueden ver el camino en esta madrugada de domingo, pero caminan en la tiniebla con la diminuta vela de la fe – una vela parecida a la que recibimos el día de nuestro bautismo. Parece tan pequeña, tan insignificante, pero con esta minúscula luz de la fe estamos en condiciones de caminar hacia adelante, porque el mismo Dios que nos llamó por nuestro nombre el día de nuestro bautismo, nos espera y nos llama por nuestro nombre otra vez – nuestros rostros iluminados por la luz del cirio pascual que fue encendido anoche con el fuego.
María Magdalena y los otros discípulos han recorrido este camino antes que nosotros. En palabras de Juan de la Cruz, entraron en la noche “sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía”.
Esta luz – Cristo – arde también en nuestros corazones. Hoy es el primer día de la semana, el primer día de la nueva creación, y otra vez oímos las palabras pronunciadas por Dios al principio: “Haya luz, y hubo luz”. Y de repente, casi inesperadamente, recordamos las palabras que nos ha dicho a lo largo del camino, y en la luz del nuevo día vislumbramos su rostro en la fracción del pan.