“¿Qué consecuencias tiene para la predicación entenderla y practicarla como encuentro?”, plantea Fray Felicísimo Martínez OP como forma de abrir la reflexión.
El encuentro concebido por este fraile es una relación asimétrica, ya que el otro igual en dignidad, es alguien de quien dependemos y es quien nos da la oportunidad de convertirnos en sujeto moral y responsable.
Según Fray Martínez, la palabra, esencial del encuentro y la predicación, tiene un gran potencial frente a la gran sospecha que hay sobre ella. Además “negar la palabra al otro significa negarle de hecho su existencia, su dignidad, su significación y su importancia para mí”, y nos invita a examinar la predicación: “a considerar los efectos perversos de la palabra vacía, retórica, falsa, convencional… y los efectos positivos de la palabra verdadera, convencida, sentida, orada y sufrida”.
Debido a la carencia de sentido en el mundo actual, el Evangelio se ha convertido en punto de encuentro con el mundo, y ha de ser inspirador de la predicación. Aunque “predicar no es solamente hablar de Dios sino hablar desde la fe”, dice Martínez, para quien también hay que dar lugar al silencio, porque, recordando a Santo Tomás, el carisma de la predicación es como el de profecía, aparece y desaparece.
A continuación presentamos la reflexión completa de Fray Martínez en la mesa sobre la predicación y el encuentro en el segundo día del Congreso Mundial de la Orden.
LA PREDICACIÓN COMO ENCUENTRO
Como familia dominicana estamos llamados a abordar todos los talleres de esta jornada desde el desafío de la predicación, que es nuestra identidad, nuestro código genético, nuestra misión específica. Y estamos llamados a ejercer la predicación como una experiencia y una práctica de encuentro.
Partiendo de un supuesto: la predicación es un ministerio mucho más amplio que la simple homilía en un contexto litúrgico o el sermón solemne en la religiosidad popular. Como ya indicó Pablo VI la evangelización es un proceso que abarca desde el diálogo informal hasta el testimonio de la vida, pasando por las distintas formas de anunciar el Evangelio: la catequesis, la enseñanza, la homilía, los escritos, la expresión artística, etc… En la actual disciplina eclesial sólo así entendida la predicación puede ser ministerio de todas las ramas y todos los miembros de la familia dominicana.
El asunto central de esta reflexión es la predicación, no el encuentro. Pero, ¿qué consecuencias tiene para la predicación entenderla y practicarla como un encuentro?
1. La importancia del cuerpo para el encuentro
Ya lo dijo Humberto de Romanis en su Manual sobre la instrucción de los predicadores: “Es preciso predicar con todo el ser; predicar con todo el cuerpo”.
Me adelanto a una objeción que deben considerar y resolver sobre todo la generación más joven, los cibernautas. Hay ámbitos de la predicación en los que el cuerpo está ausente: la predicación a través de las nuevas tecnologías e incluso en el medio más clásico y tradicional de la escritura. Que las nuevas generaciones consideren este nuevo modelo de predicación, pues las nuevas tecnologías llevan consigo una nueva cultura de la comunicación y del encuentro.
Desde mi experiencia como escritor esto he observado: Con frecuencia algún hermano o hermana que ha leído alguno de mis escritos expresan una gran sorpresa al conocerme físicamente: “Yo le imaginaba más viejito, más grueso, más serio… Ahora que le conozco puedo entender mejor sus escritos”. El encuentro corporal es algo definitivo e influye en la predicación. Razón tenía Humberto: “Es preciso predicar con todo el cuerpo”.
Grande es la importancia del cuerpo para el encuentro, también en la predicación. Para hacer de la predicación un encuentro el cuerpo tiene que estar vivo y expresar vida y emociones, convertirse en sacramento, expresión sacramental del mensaje de salvación que se anuncia. El cuerpo es sacramento del silencio, de la palabra, de los sentimientos y afectos, de la experiencia y de la fe. ¿Algún sacramento más significativo del encuentro que comer y beber juntos? En la predicación el encuentro comienza por una expresión corporal de vida: el cuerpo, las manos, la mirada, la inclinación… pueden suscitar el encuentro o la distancia; pueden ser anuncio de buenas o de malas noticias, consuelo o amenaza. (Por eso hoy nos resulta chocante el dedo amenazante del gran predicador San Vicente Ferrer).
Para que la predicación sea verdadero encuentro no se necesitan poses corporales ensayadas y ficticias. Más bien se trata de que el predicador, la predicadora, se implique en el anuncio del Evangelio con todo su ser. Jesús es un ejemplo de implicación corporal su ministerio evangelizador: mira, toca, abraza, se sienta junto al pozo, come y bebe con los suyos, se entrega… “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”.
En el encuentro que es la predicación está también el cuerpo del otro, sobre todo su rostro. Según Levinas el gran reclamo el gran desafío del encuentro es el rostro del otro o de la otra. Predicar mirando al techo o mirando de soslayo o sin mirar es convertir la predicación en un monólogo sin encuentro. Como cuando nos dirigimos a alguien sin mirar de frente. La predicación solo llega a ser encuentro cuando va acompañada de un lenguaje corporal que expresa donación, acogida, cercanía, misericordia, interés por el otro.
2. Importancia de la palabra para el encuentro en la predicación
La predicación está hecha básicamente de palabras. Es un encuentro a través de la palabra. Es preciso cuidar la palabra, el decir y no solo lo dicho. La palabra llena la mayor parte de nuestra experiencia comunicativa. Quizá por eso Humberto decía que “es preciso predicar fuera de la predicación”, haciendo referencia a la conversación informal, al diálogo interpersonal, a la conversación de sobremesa. La mayor parte de nuestra vida está tejida de encuentros informales. En ellos no se trata de estar siempre hablando de Dios o pronunciando frases piadosas. Se trata de hablar de todo desde la perspectiva de la fe, con la mirada de Dios. Santo Domingo cultivaba la predicación fuera de la predicación prestándose al diálogo con los alemanes compañeros de viaje, con los estudiantes en las plazas de Bolonia, con las monjas en el locutorio… Es en esta predicación fuera de la predicación cuando la palabra puede convertirse en una excelente herramienta del encuentro.
Hoy hay una fuerte sospecha o desconfianza frente a la palabra. Porque abundan las palabras mentirosas, vacías, huecas, rutinarias, convencionales, incluso hirientes… Sin embargo, la palabra nos es necesaria en la convivencia, tan necesaria que los partidarios de la ética discursiva se han propuesto fundamentar una ética universal para la convivencia humana en el habla, en la acción comunicativa, en la búsqueda de consenso mediante la comunicación y el diálogo.
La palabra tiene un gran potencial para activar el encuentro. El simple decir, antes de considerar lo dicho, ya es una puerta de ingreso en el encuentro. El “buenos días” que decía Levinás o el “queridos hermanos y hermanas” cuando se dice apropiadamente son mucho más que saludos protocolarios. Son palabras con una doble significación. En primer lugar, indican una toma de conciencia de la existencia del otro o la otra frente a mí y en relación conmigo. E indican un reconocimiento de la dignidad del otro o de la otra, que merece mi consideración. Ambas actitudes son definitivas para que la predicación se convierta en encuentro.
El simple dirigir la persona a un público da lugar al encuentro. Por el contrario negar la palabra al otro significa negarle de hecho su existencia, su dignidad, su significación y su importancia para mí. Es decir, hace imposible el encuentro y establece una ruptura en la convivencia.
Pero el decir no necesariamente da lugar al encuentro. Hay palabras que matan, también en la predicación. Por eso se habla de lenguas viperinas. Aunque reconocen la existencia del otro, desconocen su dignidad, su derecho a existir y a ser respetado, su derecho a mi solidaridad. Son palabras asesinas que quisieran eliminar al otro. Por el contrario hay palabras que dan vida y sanan; fomentan el encuentro porque generan relaciones de empatía, de solidaridad, de mutualidad. El ministerio de Jesús está plagado de estas palabras que levantan el ánimo, sanan y dan vida: “Animo”, “levántate”, “no temáis, soy yo”, “tu fe te ha salvado”, “yo tampoco te condeno”…
Aquí hay toda una fenomenología del decir y de la palabra que obliga a revisar con cuidado nuestra predicación para saber si es cauce de encuentro o de desencuentro. Este examen obliga a tener en cuenta la importancia de la palabra, a considerar los efectos perversos de la palabra vacía, retórica, falsa, convencional… y los efectos positivos de la palabra verdadera, convencida, sentida, orada y sufrida… Humberto distinguía con acierto entre predicar –con la palabra, creída, contemplada, sufrida- y echar sermones –con la palabra aprendida y convencional- Ese examen invita también a cuidar el tono en la predicación, para que el evangelio no suene a amenaza (¡Ay de ti si no lo cumples!), sino a buena noticia (¡Qué pena que no lo valores!). Y, sobre todo, invita a considerar si las palabras dichas son palabras de vida, de ánimo, de gracia, de esperanza… o son más bien palabras de muerte, de desaliento, de desesperanza.
Ese examen nos permitirá saber si nuestra predicación es evangélica y da lugar al encuentro o carece de sabor evangélico y solo produce más indiferencia, más fractura, menos encuentro, menos diálogo interreligioso, menos ecumenismo, menos encuentro con el mundo actual.
Por supuesto, es legítimo reivindicar la prioridad de la vida, de las obras, del compromiso… por encima del discurso y de la palabra en la vida cristiana. Pero es un error desestimar la importancia de la palabra profética en la historia judeo-cristiana. Jesús comenzó a “hacer y a enseñar”. La estructura de la revelación judeo-cristiana está hecha de acontecimiento y palabra. La palabra profética tiene la gran función de despejar la ambigüedad de los gestos. El beso de Judas tiene apariencia de encuentro. La palabra de Jesús lo desenmascara: “¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?”. Sólo la palabra profética despeja la incógnita de algunas obras, de algunos besos y abrazos.
Esto obliga a la Familia Dominicana a estimar su misión evangelizadora y asumirla con responsabilidad. Los lugares de predicación hoy son muchos. Vean todos los talleres que componen este Congreso. Pero la presencia y el aporte de la Familia Dominicana en esos lugares ha de ser el anuncio explícito del Evangelio, cuando el tiempo lo aconseje.
No hace falta decir que la palabra solo es cauce de encuentro cuando manifiesta y no oculta la identidad del hablante, cuando es sincera, honesta, franca. Esta palabra nos sitúan en el corazón del ideal dominicano: VERITAS. Decir la verdad, vivir en la verdad, no predicar más que lo que creemos y, a ser posible, más de lo que hemos experimentado. Decía Santa Teresa al escribir su vida: “No diré nada que no haya experimentado”.
Y para que el encuentro se consume es necesario escuchar la palabra del otro o de la otra. En este sentido acertadamente afirma Levinás que al rostro del otro no se le mira, se le escucha. Porque el rostro no son los rasgos faciales, sino la expresión total del otro. Es preciso trascender la mera visión y admiración del semblante ajeno, y escuchar al otro antes de predicar en vez de juzgarlo. Por eso es tan significativo que Jesús comience muchos encuentros con preguntas como éstas: “¿Qué quieres?” “¿Qué buscáis?” “¿De qué discutíais por el camino?”… Escuchar el rostro del otro significa hoy tanto escuchar las cuestiones disputadas en nuestro mundo y, sobre todo, escuchar los gritos de las víctimas de nuestra sociedad. Esta escucha es necesaria para colocar la palabra evangélica en los huecos más profundos de la existencia humana, para convertir la predicación en encuentro.
Escuchar al otro implica tomar en serio su identidad, respetarla, no pretender manipularla, ni reciclarla, ni formatearla a nuestra medida. El ideal del encuentro no es que el otro renuncie a sí mismo y se convierta a mí; es más bien realizar el encuentro de dos sujetos diferentes. El propósito de la predicación no es forzar la conversión, sino apostar por la humanización de ambos. Nosotros encontramos en Cristo la suprema medida de esa humanización, la suprema estatura de la humanidad (Ef 4, 13). El propósito de nuestra predicación no es buscar el consenso, sino el encuentro. Los consensos tienen lugar a nivel de ideas, de creencias, de principios, de estrategias…El encuentro tiene lugar a nivel personal. El consenso es necesario para la acción. El encuentro es necesario para vivir.
3. La importancia del mensaje evangélico para el encuentro
Lo dicho, el mensaje, también tiene que ver con el encuentro: puede facilitarlo o bloquearlo. ¿Es el mensaje evangélico que predicamos mensaje de encuentro o desencuentro?
Comencemos la respuesta con una afirmación simple y simple que se desprende de la predicación de Jesús. El encuentro no se ha de construir en falso, pues no sería en verdad tal encuentro. Por eso Jesús, a pesar de ser un mensajero del amor y la reconciliación, no presume encuentro y comunión con quienes se apartan de la verdad y de las prácticas del Reino. Su mensaje, que es motivo de encuentro con las masas y los descartados, da lugar al desencuentro con fariseos, zelotas, autoridades religiosas y civiles. La verdad es condición imprescindible para el verdadero encuentro. No precisamente la verdad teórica, académica. Esta está fragmentada. Ningún credo, ninguna religión, ninguna filosofía o cultura tiene el monopolio de la verdad. Así lo reconoció el rabino del Talmud: “Señor, a mi dame el instinto de la verdad, porque la verdad absoluta es patrimonio de Dios”. Lo que da lugar al encuentro es la verdad de la vida, que equivale a caminar en sinceridad, sin ocultamiento ni mentira. La verdad de la vida es la que acompaña la historia de Jesús.
La primera condición para que la predicación sea un encuentro es hacer de ella un ejercicio de verdad existencial, de honestidad, de sinceridad. Es un error buscar el encuentro a base de ocultar el mensaje. El encuentro se construiría en falso si uno u otro de los interlocutores ocultara su identidad. Que la fuerza de la predicación esté más en la convicción creyente o en la firmeza de la fe, que en el razonamiento y la rigidez de la argumentación. El encuentro consiste más en el diálogo entre identidades que en el consenso. Esto tiene especial relevancia para el diálogo interreligioso y el diálogo ecuménico.
El mensaje evangélico es un punto de encuentro. De hecho, los grandes desencuentros y cismas han tenido lugar cuando la predicación se ha apartado del mensaje evangélico y, sobre todo, del espíritu evangélico. Lo que ha producido el desencuentro no ha sido el Evangelio, sino la falta de Evangelio.
Dos aspectos del mensaje evangélico deben convertir la predicación en experiencia de encuentro.
En primer lugar, la presentación del mensaje evangélico como fuente de sentido para las personas y para los pueblos. El psicoanalista Viktor Frankl insistió de forma acertada en la importancia del sentido: “El drama fundamental del ser humano –afirmaba- no es la falta de placer, sino la falta de sentido. Sin placer –añadía- se puede vivir; sin sentido solo cabe el suicidio”. Incluso llegó a afirmar recordando su condición de prisionero en los campos de concentración: “De los que pudimos sobrevivir solo sobrevivimos los que encontramos sentido al sufrimiento”. En contraste con estos pensamientos los analistas de la cultura actual de la globalización y del bienestar, insisten en que esta es una cultura o incultura abundante en placer y escasa en sentido, abundante en política y escasa en mística.
Aquí tiene la predicación del mensaje evangélico una excelente oportunidad para prestar un servicio urgente a la humanidad. El Evangelio de Jesucristo es una fuente abundante de sentido, un punto de encuentro. El fin de la existencia humana que presenta el Evangelio puede unirnos más de lo que nos separan los medios o los diferentes caminos. Llegar a ese mensaje evangélico genuino requiere de los predicadores mucho silencio, mucha oración, mucha contemplación, mucho estudio, mucha ejercitación profética…
En segundo lugar la predicación llegará a ser una experiencia de encuentro si consigue presentar el mensaje evangélico como un camino de humanidad o de humanización. Ir al fondo del Evangelio es ir al fondo de la humanidad. Mucho se ha insistido en presentar a Jesucristo como la revelación del rostro de Dios. Sin embargo, cada vez aparecen más dioses y cada vez más las distintas imágenes de Dios parecen convertirse en un motivo de desencuentro entre las religiones, las culturas, los pueblos. Se ha insistido menos en presentar a Jesucristo como la genuina revelación del ser humano, como la suprema estatura de la humanidad. Quizá no se ha insistido suficientemente en la humanización de Dios.
Y sin embargo, parece que el verdadero punto de encuentro para las personas y los pueblos es la común condición humana. Por eso ha adquirido tanta importancia la cuestión de la dignidad humana, de los derechos humanos, de la ética. Ir al fondo del Evangelio es ir al fondo de la humanización. Y a medida que se ahonda más en la humanización son mayores las posibilidades del encuentro entre los seres humanos y los pueblos, entre las religiones, entre las confesiones cristianas. Si la predicación conduce verdaderamente a ese fondo de la humanidad, será de veras una experiencia de encuentro. Ahí en ese fondo humano podemos encontrarnos todos y todas.
Según la filosofía de Levinas, el encuentro con el otro está hecho más de presencia que de ortodoxia consensuada. Este principio tiene gran aplicación para la predicación: el encuentro está hecho más de comunión que de ortodoxia, sin despreciar la ortodoxia.
4. La asimetría del encuentro en la predicación
La predicación implica una relación con el otro, con la persona, con la asamblea…En este sentido es para el predicador un ejercicio de extroversión, de salida de sí mismo, de trascenderse. El otro pasa a ser para el predicador el punto de mira, el objetivo, el destinatario. Predicar es salir al encuentro del otro.
Para iluminar convenientemente este hecho conviene recordar algunas afirmaciones de Levinas sobre el encuentro y la relación con el otro. El encuentro implica ante todo una superación del ensimismamiento egoísta cartesiano, ese intento de definir el sujeto a través de la introspección. “Pienso luego existo”. Implica superar la tendencia del pensamiento moderno a pensar el sujeto desde su individualidad, definir la identidad desde sí mismo. Según Levinas es sujeto solo define su identidad desde la relación con el otro y, especialmente, a partir de la interpelación que me hace el rostro del otro. Esta es toda la fuerza y todo el potencial, del otro, del rostro que tengo frente a mí. ¿No habrá que recurrir a esta naturaleza del encuentro para definir la identidad del predicador y la naturaleza de la predicación? ¿No habrá que emprender la tarea evangelizadora más desde la interpelación de los oyentes que desde el ensimismamiento del mismo predicador o predicadora? ¿No será la escucha el primer ejercicio para convertir la predicación en encuentro?
Pero aún hay más en el pensamiento de Levinas que puede ayudarnos a definir la predicación como encuentro. Conocedor y deudor de Martin Buber, Levinas trasciende el pensamiento de éste. Para Buber la relación con el otro es simétrica; es relación entre dos sujetos iguales en dignidad e importancia; es relación de reciprocidad. Para Levinas el encuentro con el otro supone una relación asimétrica. Aunque las dos personas en relación sean iguales en dignidad, la importancia del otro es mucho mayor. El otro es mi dueño, mi maestro, un imperativo para mí. El otro es más importante, más grande, mayor… desde siempre, desde tiempo inmemorial. Su importancia no nace con el encuentro; es anterior. Su importancia es tal que yo soy su rehén; dependo del otro; soy producto de su presencia, soy el reflejo de su rostro. El otro es tan importante y decisivo para mí que me da la oportunidad de encontrarme y convertirme en sujeto moral y responsable. El otro me ofrece la oportunidad de hacer humano, de humanizarme. Aquí adquiere toda su significación la parábola evangélica del samaritano.
Esta asimetría tiene trascendentales consecuencias para la predicación.
En primer lugar, coloca al otro en primer plano, en un peldaño de importancia por encima del predicador. Él es más y mayor, más importante. Aquí resuena la actitud del Bautista: “Es preciso que él crezca y yo mengüe”. El predicador, la predicadora es rehén de sus oyentes. Depende totalmente del oyente. Debe estar más preocupado por los problemas y las necesidades del oyente que por sí mismo, sus éxitos e intereses. Debe hacer un ejercicio de extroversión. Debe mirar de frente el rostro del otro, su vulnerabilidad, para colocar el mensaje allí donde es más necesario, allí donde el Evangelio puede llenar de sentido y de humanidad la vida de los oyentes. El éxito de la predicación se ha de medir desde los efectos producidos en el otro, no desde los éxitos buscados por el predicador. Decía acertadamente S. Kierkegaard: “Me niego a evaluar el éxito de mi predicación por el aplauso del público”.
En segundo lugar, esa asimetría genera la responsabilidad de la predicación. ¡Ay de mí si no predicare el Evangelio! El rostro del otro es un desafío, una interpelación. Lo primero que exige es que sea reconocida su existencia y su dignidad. Por eso exige que se le tome en cuenta, que se le dirija la palabra, que se haga sentir su importancia. El rostro del otro también dice al predicador: “No me mates”, es decir, “No me mates ni con tu silencio ni con tu palabra”. La predicación es una respuesta a la interpelación del otro. Es una responsabilidad. Es respuesta a la interpelación, al cuestionamiento que desvela el rostro del otro.
En tercer lugar, esta asimetría obliga al predicador a escuchar atentamente el rostro del otro antes de predicar y al predicar. Ese rostro desvela las preguntas por el sentido que buscan respuesta en el Evangelio, las heridas y vulnerabilidades que buscan sanación en la palabra evangélica, los huecos de la existencia o los horizontes luminosos en los que es preciso colocar el mensaje, para que así la predicación se convierta en un verdadero encuentro. El predicador debe reaccionar ante el otro como el samaritano, que se traumatizó, se dejó afectar, escuchó al otro y se hizo responsable de él. En este sentido, el predicador es el sujeto, el sometido al otro.
El rostro del otro invita al predicador a hacer la experiencia del encuentro. El rostro del otro nos prohíbe matar. No solo dirá al predicador: “No me mates ignorándome o negándome la palabra”. Le dirá también: “No me mates con esa palabra de juicio, de condena, de desánimo, de desesperanza”. Y así recordará a la familia dominicana su responsabilidad y su deber de ser predicadores de la gracia. Entonces la predicación puede que no conduzca al consenso ni produzca conversión; pero siempre será un camino y una experiencia de encuentro con el otro.
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El encuentro se puede prolongar y expresar en el silencio. Cuando dos amigos ya no tienen más que decir suele aparecer un silencio tenso y vacío. Por el contrario, cuando dos amigos ya no tienen palabras para decir lo que sienten y viven, su silencio se convierte en encuentro y comunión total. Este silencio es también parte de la predicación como encuentro. Hay un silencio en medio o al final de la predicación que se convierte en pura comunión y encuentro con el otro en el Absoluto. Aquí desaparecen todas las diferencias que nos separan. Sólo los místicos llegan hasta ese punto y entienden ese silencio. Esto suscita numerosas preguntas a la familia dominicana: ¿Cuándo hemos de hablar y cuándo hemos de callar? (Porque, según Santo Tomás, la gracia o el carisma de la predicación no es un hábito permanente, sino un carisma como la profecía que aparece y desaparece). Con Humberto hemos de preguntarnos: ¿Somos predicadores o simplemente echamos sermones? Con Santo Tomás hemos de preguntarnos: ¿Hacemos silencio antes de predicar y regresamos al silencio después de haber predicado? Y nos preguntamos con San Vicente Ferrer –no estoy seguro de esta cita-: ¿Vamos a predicar saliendo del silencio? Son preguntas fundamentales en este Jubileo.
Felicísimo Martínez, O.P
Congreso para la Misión de la Orden
Roma, 19 de enero de 2017