(Por: Fray Francisco Quijano OP) Muchas expectativas han surgido a raíz de la elección del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, como sucesor de Pedro. Unas se refieren a la reforma de la administración vaticana.
Otras, a la exigencia de probidad moral de la jerarquía eclesiástica.
La opinión pública secular espera pronunciamientos en torno a la agenda valórica de los gobiernos y los partidos políticos… Por importante y necesario que sea responder a estas expectativas, quiero llamar la atención sobre otras dos, abrigadas en el seno de la comunidad creyente desde hace tiempo.
Una de ellas ha sido señalada por Jon Sobrino en un artículo sobre la renuncia de Benedicto XVI (publicado en la Biblioteca de este sitio): la relectura del misterio de Dios, y en general de la revelación de los misterios cristianos, a la luz de la opción por los pobres.
Las bases de este planteamiento fueron puestas por la teología de la liberación y otras teologías contextuales –africana, india, de género, ecológica– hace treinta o cuarenta años. Una parte de estos planteamientos derivó en opciones políticas que no llevaron a ningún lado, lo cual provocó respuestas del propio Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la congregación para la doctrina de la fe.
Con todo, la orientación fundamental ha venido abriéndose paso en la misión y el pensamiento de la iglesia, si bien no con toda la claridad y urgencia que requiere. De ahí la reflexión de Jon Sobrino sobre Dios y el hambre. Es de esperar que el papa, pero no solo él, sino también la comunidad creyente, asuman de manera más acuciosa la perspectiva crítica de la teología de la liberación sobre la pobreza y el hambre de gran parte de la humanidad.
No solo la crítica, también la invención o el descubrimiento de soluciones prácticas que no tienen el aura de los grandes proyectos políticos y, con todo, producen buenos resultados inmediatos en situaciones extremas de hambre y pobreza.
Otra expectativa que viene desde hace dos siglos es el anuncio de la novedad cristiana en el seno de la modernidad. La cuestión es compleja, la reduzco a un punto en aras de la brevedad. La libertad está en el centro de la modernidad: libertad de decidir y de construir la propia vida.
Es cierto, nadie en su situación concreta y en la práctica es tan libre como quisiera serlo, a veces puede que sea esclavo de estructuras, instituciones, solicitaciones más de lo que cree. Con todo, el hecho es que la modernidad pone en el centro al sujeto humano autónomo.
Dicho lo cual, este sujeto tiene por delante qué clase de persona quiere ser, qué proyecto de vida se proponer realizar. La modernidad presenta una amplia gama de opciones. De todas ellas, cuáles valen la pena y cuáles no, cuáles ofrecen una razonable realización de la persona y cuáles no.
A este propósito, el anuncio de la iglesia, al cual no puede renunciar, consiste en decir que la plenitud de la humanidad, de cada persona, se encuentra en la humanidad nueva de Jesús resucitado.
El gran desafío de la iglesia es encontrar las palabras y las acciones que sintonicen con las exigencias intelectuales y éticas de la modernidad, en no coartar la libertad sino en abrirle horizontes insospechados, sin que ello lleve a la dilución del anuncio de fe: la realización de la humanidad es su divinización, alcanzada no por conquista sino por don.
Es más, el anuncio de la humanidad nueva en Jesús resucitado no puede prescindir de la cruz, que es el lugar donde se revela el amor incondicional de Dios por una humanidad que necesita ser liberada de la esclavitud del pecado precisamente por la cruz.
El anuncio de la humanidad nueva frente a las exigencias de la modernidad no puede ser simplemente una identificación del mensaje de fe con la agenda del liberalismo valórico, lo cual parecería ser la expectativa de la opinión pública secular que mira a la iglesia como una ONG, diría el papa Francisco. Pero ello no es razón para que una predicación torpe, poco ilustrada, provoque la irrisión de quienes la escuchan.
(Fuente: www.adorarenespiritu.org)