En el Antiguo Testamento cuando Israel se pregunta por qué ha sido creado, elegido, llamado, conducido, sólo encuentra en el amor eterno de Dios la verdadera respuesta, y así el salmo 135 cuenta la historia del Pueblo de Dios intercalando como letanía aquélla causa primera y razón de todo su ser “Porque es eterno su amor”… por eso quisiera yo al menos empezar y terminar mi testimonio de la misma manera.
“¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!”
Siempre me ha costado mucho relatar mi vocación, como tan a menudo se nos pide a los religiosos, y es que Dios no me llamó de un momento para otro, como una ocurrencia repentina; en realidad cuando uno se descubre “llamado” y empieza a mirar hacia atrás la historia de su vida, todo está lleno de un signo y percibimos la mano de Dios que llena de ternura condujo los hilos de nuestra vida…
En mi familia recibí la fe, pero como le ocurre a la mayoría de nuestros niños y jóvenes, no siempre y no todos me han acompañado en ese camino, y las mismas situaciones familiares han dificultado más las cosas.
Sin embargo la Providencia ha suplido, por ejemplo haciendo que viviera muy cerca de la Parroquia, y así desde pequeña, sin saber mucho de sacramentos, ni el nombre mismo de “sagrario”, sabía bien que en esa “cajita” estaba Dios y que podía ir a estar con Él, sobre todo cuando las cosas se ponían más difíciles, y esos pequeños detalles bastan para que el corazón sensible y abierto de los niños conozcan al Dios que es Amor, con una profundidad que envidiamos los adultos y que nos pasamos el resto de la vida tratando de volver a ese estado de nuestra alma .“Yo les aseguro: si no cambian y se hacen como niños, no entraran en el Reino de los Cielos”(Mt 18,3)
¡Quién puede imaginar y medir la presencia de Dios en el corazón de un niño que sufre!
A los 13 años hice la catequesis de confirmación en medio de un entorno indiferente a la fe, entonces el contraste era para mí evidente, recuerdo haber reflexionado algo así: “si Dios es tan grande y maravilloso como me dicen en la catequesis ¿cómo es que nadie lo tiene en cuenta, tendríamos que vivir solamente para Él?”. Desde ese momento y por un tiempo empecé a decir que en el futuro sería monja.
Luego llegó la adolescencia, edad crítica, llena de sueños, de amigos, de ideales… pero también de pasos confusos o sinceramente equivocados… y al menos aparentemente olvidé por algunos años aquélla primera intuición tan lúcida de mi Confirmación.
Entonces llegó la juventud, ya había olvidado que quería ser monja y me entusiasmaban las miles de posibilidades que se abrían ante mí, me fui de mi pueblo y empecé la Universidad. Pero el corazón seguía en búsqueda, importante fue el testimonio de vida de una amiga Evangelista, me acerqué nuevamente a la parroquia, empecé el grupo de jóvenes, los apostolados, la formación, todo me daba alegría pero nada me llenaba del todo… en un hospital, junta a la cama de una anciana enferma y abandonada de los suyos, en su mirada que con esfuerzo vuelve de su extravío y agradece con una sonrisa mi caricia torpe y temblorosa, yo percibo la inmensidad del Amor de Dios y recuerdo aquello de los trece años de que a ese Amor sólo se puede responder dando la vida . En ese momento la voz del Espíritu deja de ser un suave murmullo o un eco lejano, o una suma de circunstancias aparentemente desconectadas, y se vuelve un grito dentro del corazón, que por más sorprendido o asustado que esté, ya no podrá evadir ni acallar, sino sólo respondiendo… y si entonces se anima y acepta la invitación, verá como todo en su vida encuentra sentido, y conocerá por fin aquélla plenitud de alegría de la que nos habla Jesús: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo, y por la alegría que le da va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” Mt 13,44.
Fuente: op.org