En los años ochenta, El Salvador sufrió el tiempo más fuerte de guerra interna. La vida llegó a valer nada. En ese contexto de lesa humanidad, Monseñor Romero fue un hombre que supo denunciar la injusticia que vivía su pueblo. Realidad, que fue denunciada por él, como pecado contra la humanidad.
Algunos suponen que la sensibilidad espiritual de Romero, además de estar profundamente cimentada en el evangelio y la defensa de la vida humana, se enriqueció por la relación con los jesuitas y la espiritualidad ignaciana; se sabe que gustaba de hacer Ejercicios Espirituales. Entre los jesuitas, uno de sus grandes amigos personales fue Rutilio Grande, SJ., quien, al ser asesinado, despertó en Romero una mayor profundidad en su discernimiento para d servicio del pueblo y en el cómo realizaría su práctica pastoral. De hecho, Mons. Rivera describe muy bien ese despertar de Romero al estar frente al cadáver del Padre Rutilio Grande, sintiendo el «llamado de Cristo para vencer su natural timidez humana y llenarse de la intrepidez del apóstol».
El discernimiento que Romero hizo para leer los signos de los tiempos, y dar respuesta ante la injusticia que sufría el pueblo salvadoreño, lo puso al lado de las víctimas del desamor y la injusticia. Aun sabiendo que esa denuncia del pecado, y su predicación comprometida al amor más universal, le podía llevara la muerte, no vaciló en seguir luchando por los más vulnerables. Monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa; sin embargo, la historia no terminó ahí…
Treinta y cinco años después, en el 2015, tuve la oportunidad de vivir un gran acontecimiento eclesial para el mundo: la beatificación de Monseñor Oscar Arnulfo Romero en El Salvador. En esa época era Junior, y vivía en Nicaragua. Aún recuerdo, cómo en las horas del viaje a San Salvador se me fueron ordenando las ideas y poco a poco tomé consciencia de la trascendencia espiritual de este suceso.
Nací ocho años después del asesinato de Monseñor Romero, pero la transmisión oral de su testimonio de vida y su opción preferencial por los pobres me fue heredada por mi familia. La figura de Monseñor siempre ha sido para mí un claro referente de lo que significa hacer vida el Evangelio. De manera que, estar en la beatificación fue pasar de un testimonio oral de la fe a la vivencia real de la misma.
En esa misa de beatificación, los cantos, la carta del Papa Francisco, la homilía del Cardenal Amato, las reliquias de Romero y la presencia del pueblo salvadoreño crearon un ambiente muy especial que suscitaba una profunda consolación espiritual. La homilía, escrita por El cardenal Amato, describió muy acertadamente la persona de Monseñor: «Romero era un sacerdote bueno y un Obispo sabio. Pero sobre todo era un hombre virtuoso. Amaba a Jesús, lo adoraba en la Eucaristía, amaba a la Iglesia, veneraba a la Santísima Virgen María, amaba a su pueblo». Esas palabras me llegaron profundamente al corazón y, en ese momento, comprendí lo valioso que era tener, más que un referente nacional, un referente universal que testimoniara el compromiso serio con la realidad y con los más necesitados.
Hoy tengo mayor claridad del por qué Monseñor ha trascendido fronteras y ahora es un referente no sólo para El Salvador, o para América Latina, sino para el mundo entero. Hoy descubro como una vocación que se configura con el corazón de Jesús, desde el seguimiento, puede dar frutos… El que ayer fue martirizado, hoy es Santo, y nos invita a no ser sordos a la opresión y anunciar con nuestra voz la liberación, la justicia y la paz; es decir, el Reino de Dios.
Treinta y ocho años después, el Papa Francisco reconoció en Oscar Romero la santidad. Por ello, este día es un acontecimiento muy especial y valioso para nuestra Iglesia. Esta santificación que reconoce no una perfección en el hacer, ni mucho menos la evasión de nuestra fragilidad humana, sino todo lo contrario, esta santificación es un reconocimiento a sabernos llamados a la santidad perfeccionando nuestra capacidad de amar plenamente, sin peros, y arriesgando la vida por otros. ¡Qué San Romero de América sea para nosotros modelo de cómo podemos configurar nuestro corazón con el de Jesús, y podemos, desde lo más pleno de nuestra vocación, AMAR!
Gerardo Aguilar Alas, SJ
(Tomado de: jesuitas.lat)